viernes, 21 de enero de 2011
CINE > OSHIMA INEDITO EN LA LUGONES
Oshima mon amour
En Argentina se lo conoce fundamentalmente por el escandaloso estreno de El imperio de los sentidos, de 1976. Pero la obra del prolífico miembro de la Nueva Ola japonesa es mucho más vasta, variada y hasta polémica: retratista descarnado del Japón de posguerra, crítico de la asimilación capitalista, de la ocupación norteamericana y de las claudicaciones de la izquierda, autor de una variedad formal y estilística discutida entonces y sorprendente hoy, el cine de Nagisa Oshima es en gran medida inédito en Argentina. Ahora, una retrospectiva en la Lugones redime ese pecado pagano.
Por Mariano Kairuz
El nombre de Nagisa Oshima está ligado, para la mayor parte del público internacional, al ya lejano escándalo con que fue recibido uno de sus títulos de los años ’70, una coproducción francesa marcada por una intensa voluntad de provocación. Durante años, El imperio de los sentidos (1976) no pudo verse completa en varios países, y en particular en Japón, debido a sus escenas de sexo explícito, no simulado, entre una ex prostituta y su amante, el hombre que la emplea en una posada. Juntos, los protagonistas se aislaban cada vez más del mundo para dedicarse enteramente al sexo, hasta borrar por completo el exterior. Dos años después, con el mismo productor europeo, Oshima filmó la historia de un amor maldito en el Japón de fines del siglo XIX, y en su estreno fue titulada, en parte tratando de capitalizar la polémica de su película anterior, El imperio de la pasión. Por acá también se vieron en su momento Furyo (o Feliz Navidad, Mr. Lawrence, 1982) que, protagonizada por David Bowie, Ryuichi Sakamoto y Kitano, retrataba la tensión homoerótica entre un oficial inglés y uno japonés en un campo de prisioneros en Java durante los últimos tramos de la Segunda Guerra; y Max, una monada (Max Mon Amour, 1986), en el que Charlotte Rampling era la mujer de un diplomático que se enamoraba de un chimpancé, según le marcaba el guión, bastante buñueliano, de Jean-Claude Carrière. Hasta ahí llega la fama de Oshima de este lado del mundo.
Pero la carrera de este cineasta es mucho más extensa, y desde sus comienzos a fines de los ’50 hasta fines de la década siguiente, especialmente prolífica, estrenando varios títulos al año, la mayoría de los cuales lo establecieron como un personaje central de la Nueva Ola japonesa, un proceso simultáneo a la Nouvelle Vague francesa. Suele decirse de Oshima que aborrecía el “humanismo” de sus contemporáneos, y parte de su proyecto reactivo consistía, según él mismo había declarado, en no filmar nunca un plano “de tatami” a lo Ozu, con los personajes sentados alrededor del tatami sosteniendo una conversación. El cine rupturista de Oshima fue, por supuesto, producto de su época; una apuesta por reflejar o dejar reverberar en sus películas las miserias que padecía la juventud nipona en la posguerra, en medio de la durísima “reconstrucción” y el ingreso definitivo en el capitalismo occidental, el aturdimiento creciente de los ambientes urbanos, y la incapacidad (y hasta la traición) de la izquierda a la hora de ofrecer una alternativa para las nuevas generaciones.
Criado en una época en la que un cineasta era capaz de convencerse de que las películas tenían el poder de ayudar a transformar una sociedad, Oshima filmó las suyas con abierto espíritu de pelea, experimentando cada tanto en un plano formal y variando estilísticamente, a tal punto que durante mucho tiempo se le negó el estatuto de “autor”. Iniciado en el sistema de estudios, su programa confrontativo chocó bastante temprano en su carrera contra los propósitos de sus jefes, lo cual lo llevó a renunciar para empezar a trabajar de modo independiente, cosa que hizo el resto de su carrera. Ese film bisagra en su modo de producción fue Noche y niebla, una película profundamente política que medio siglo más tarde conserva buena parte de su fuerza de choque. A esta película, a las tres que la precedieron y a varias de las que vinieron después, en los ’60, casi todas inéditas en Argentina, está dedicada la retrospectiva Nagisa Oshima, los comienzos de un maestro, que organizada por el Complejo Teatral Buenos Aires junto a la Cinemateca Argentina y el Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón, abrirá la temporada 2011 de la sala Lugones, a partir del próximo sábado 22 de enero y hasta el domingo 30.
AL DERECHO Y AL REVES, EL SOCIALISMO JAPONES
Para empezar a entender a Oshima hay que conocer un dato fundamental: de joven no tenía intención de dedicarse al cine ni era particularmente cinéfilo. Nagisa era hijo de un empleado del gobierno, al parecer de linaje samurai, que al fallecer –cuando él tenía apenas seis años– le heredó una biblioteca repleta de textos socialistas y comunistas, que marcaron los años de formación del chico, desarrollando un fuerte interés en política. Durante sus años en la Universidad de Kioto, Oshima estudió abogacía y se involucró de lleno en el activismo estudiantil, que en los ’50 tuvo un propósito principal muy firme: oponerse a los tratados de seguridad mutua entre Estados Unidos y Japón, que, renovados regularmente desde el fin de la intervención norteamericana de posguerra, garantizaba su presencia militar permanente en la isla. El capitalismo se metía de lleno en el país del Sol y ya empezaba a mostrar su cara más oscura en las ciudades, con altísimos niveles de miseria, desempleo y delincuencia. Para cuando terminó sus estudios, Oshima ya no tenía ningún interés en dedicarse al derecho, pero de todas maneras tenía que garantizarse un trabajo en una época en la que no era algo que sobrara, precisamente: así fue como, ante el aviso de un amigo, ingresó en un programa de entrenamiento para asistentes de dirección que había abierto Shochiku Ofuna, estudio en el que filmaron maestros como Ozu, Mizoguchi, Naruse (y en el que muchos años después lo harían otros cineastas mundialmente reconocidos, como Miike y Kitano).
A fines de los ’50, tras una serie de fracasos comerciales, el estudio decidió darles una oportunidad a algunos de sus asistentes, con la esperanza de insuflarle algún aire nuevo a su producción. Fue así que Oshima pudo dirigir su primer largometraje: La calle del amor y la esperanza (1959). Con esta película, el director de 27 años empezaba a poner en práctica su oposición al melodrama “sensible” que era común para el estudio –y que ya había expresado por escrito en diversos artículos antes de filmar nada– a través de sus personajes marginales y sus historias atravesadas por los salvajes desniveles de calidad de vida en un universo todavía atado al aplastante fracaso bélico. Este primer relato de Oshima estaba protagonizado por un muchacho sin padre cuya madre trabaja como lustrabotas en una estación ferroviaria. El chico practica una modesta estafa que consiste en vender como mascotas unas palomas, sabiendo que luego las aves volverán por su cuenta hasta él, y entonces podrá volver a ponerlas en venta, repitiendo el truco una y otra vez. Su encuentro con la hija del director de una importante compañía, que decide comprarle por solidaridad y queda conmovida por lo que interpreta como un gesto de absoluta honestidad del chico, dispara una serie de circunstancias bastante desgraciadas en las que la crítica vio un comentario sobre la circularidad con que se perpetúan las relaciones entre los pobres y los ricos. Los productores de Shochiku tampoco estaban exactamente encantados con lo que, sentían, era una nota amarga de Oshima –expresada en el distanciamiento con que tomaba a sus protagonistas, en su apatía y frialdad–, que parecía decir que no había colaboración posible entre personas de distintas clases que hiciera posible salir a la sociedad japonesa del pozo en que se encontraba. Años más tarde, parte de la crítica diría que Oshima era el Godard oriental; si es así, la fecha de estreno de su ópera prima –el mismo año de Sin aliento, primer largo del director francés– parece indicar que Oshima fue godardiano antes que el propio Godard.
Después de La calle del amor y la esperanza el estudio de su debut produjo sus siguientes tres películas. Con la primera de estas tres (que, al igual que su ópera prima, podrá verse en la Lugones), afianzó su relación con sus jefes. Cruel historia de juventud (1960) narraba la desventura de un delincuente juvenil y una chica honesta que se enamoraban y debían lidiar con la oposición de los adultos y el acoso de esas pesadas banditas mafiosas que aparecen con regularidad en las primeras obras del director. Los personajes secundarios le dan un trasfondo sólido y significativo a la historia de amor: el mejor amigo de él es un manifestante que participa en las protestas contra el tratado de seguridad, y la hermana mayor de ella es una activista de la generación previa, probablemente la de Oshima. En este último personaje Oshima canalizaba la sensación de pérdida, del sueño aplastado de su generación: la chica se había casado con un hombre mayor para garantizarse estabilidad económica, mientras que un antiguo amante, médico, es arrestado por los abortos clandestinos que practica para sumar a su sueldo y así llegar a fin de mes. Cruda pero en un estilo menos “documental”, si se quiere, que su película previa, y bastante más pop en sus explosivos colores y la puesta en escena de sexo y violencia, Cruel historia... resultó sorprendentemente entretenida, lo cual la hizo más amable a los ojos de su público y sus productores.
Su siguiente película, El entierro del sol (1960) es, como su elocuente título con el símbolo nacional adelanta, una sombría incursión en los barrios bajos de Osaka, con sus luchas de bandas y, como consigna un crítico de la publicación Senses of Cinema en un interesante estudio de la filmografía de Oshima (que puede leerse online, en inglés), aborda con sordidez “la prostitución, el mercado negro, el tráfico de sangre, la apropiación de identidades, robos y violaciones”. Pero la película que se convertiría en la primera gran bisagra en la filmografía del director fue Noche y niebla en Japón (1960): sus protagonistas, un periodista de treinta y pico y una activista algo más joven se conocen en el momento más candente de las protestas contra el tratado de seguridad, y poco después se casan. Las generaciones de uno y otro chocan de manera evidente: los de la edad de él parecen haber renunciado a los objetivos por los que luchaban años antes. Durante la boda de los protagonistas, los invitados se trenzan en una acalorada discusión sobre el pasado. Sobre esta premisa, Oshima se dedicaba a impugnar a la vieja Izquierda de su país por la historia de traiciones internas que había atravesado sus años de militancia y por el modo en que sentía que luego abandonaron y hasta entregaron a los más jóvenes. El resultado, incómodo, plagado por las contradicciones propias de la historia de la izquierda nipona, tuvo consecuencias inmediatas durante su estreno: a pocos días de haber sido lanzado en los cines, con el pretexto del reciente asesinato del director del Partido Socialista Japonés y de no querer aportar a la inestabilidad y el caos generalizados, Shochiku retiró todas las copias de las salas en que había sido estrenada. Oshima se enfureció, hizo pública su protesta a través de la prensa (acusando a sus jefes de cobardía y deshonestidad) y hasta replicó parte del argumento de su película pronunciando un discurso contra el estudio en su propia boda. Pero lo más importante de todo fue que tomó la decisión de irse de Shochiku, dando un portazo para crear su propia productora, Sozosha (“Creación”).
EL SOL PONIENTE
Bajo el nuevo sello empezó su etapa más independiente –y por momentos experimental–, haciendo varios de los films que se verán en el ciclo de la Lugones (como Tratado sobre canciones obscenas japonesas, Tres borrachos resucitados, Diario de un ladrón de Shinjuku y Ceremonias, todas realizadas entre mediados de los ’60 y el ’71). Pero si hubiera que destacar una sola, tendría que ser Boy (Shonen, 1969), una historia trágica y real tomada directamente de las páginas de los diarios, sobre una pareja con dos hijos a cuestas y un tercero en camino, que se dedica a provocar falsos accidentes automovilísticos para extorsionar a los conductores, sacándoles algo de dinero. La película empieza cuando mamá y papá están entrenando al mayor de sus hijos en su peligroso sistema de estafas. Deprimente, desesperanzada, la película está filmada por momentos con el pulso de un thriller, sosteniendo cada tanto el plano sobre la cara del pequeño protagonista, proyectando con casi nada una angustia infinita.
Unos años más tarde comenzaría la etapa de las coproducciones internacionales de Oshima, lo que le permitiría hacerse conocido en buena parte del mundo y también salirse con la suya con proyectos como el de El imperio de los sentidos, que debido a la estricta censura de su país debió (y pudo) ser editada en Francia. Ahora hace 11 años que no filma: su última película, Tabú (Gohatto, 2000), que volvía sobre algunos temas que ya había explorado en Furyo, no fue del todo bien recibida. Acá se pudo ver en el Bafici y un distribuidor amagó con un estreno que finalmente no sucedió. El reencuentro, demorado, será entonces el que empieza el próximo fin de semana, con una decena de películas que, por inéditas pero también por su vitalidad y su irrefutable vigencia dramática y política, siguen siendo tan nuevas como en su estreno.
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